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Ferran del Campo i Jordà

El secreto del Dhaulagiri.

El secreto del Dhaulagiri

Se pararon un momento a descansar, lo aprovechó para echar un vistazo a los alrededores y pudo reconocer, entre la oscuridad, la impresionante masa del Dhaulagiri, a su derecha. De la vertiente norte de aquel pico era de dónde venían, allí comenzaba a formarse la niebla y reconoció el lugar al que Téping llamaba Valle de la Niebla. Ahora en­tendía por qué permanecía constantemente envuelto por la niebla du­rante el día. Seguramente los sherpas conocían su existencia, pero nunca hablaban de ello a otras personas, y menos a los turistas. Reconoció que hacían bien, no quería ni pensar en qué sucedería si su descubrimiento llegara a oídos de la sociedad de consumo.

Un breve monosílabo emitido por su compañero le sacó de sus me­ditaciones, le indicaba que debían continuar.

—Sí, tienes razón, vamos.

Entonces se percató de que su compañero caminaba por la nieve con los pies descalzos, supuso que debía tratarse de una adaptación tras miles de años viviendo en aquellos lugares. Recordó la enorme aclimata­ción al frío de los indios fueguinos, que habitan en el cono sur de Amé­rica, que sin embargo llevaban menos de cincuenta mil años viviendo en aquel medio. Aquellos homínidos, habiendo tenido mucho más tiempo para adaptarse, tendrían que estarlo mucho más.

Las primeras luces del alba le anunciaron la llegada del nuevo día, al tiempo que sintió una extraña sensación, como si se estuviera despertan­do de un sueño inverosímil y regresando a la realidad. No sabía cuántos kilómetros había andado aquella noche, pero estaba cansado y muerto de frío. El cielo se tiñó de un rojo intenso; color que se reflejó en la blancura de la nieve. Admiró la belleza de aquel amanecer y del impresionante Dhaulagiri, con sus más de ocho mil metros de altura. Dedujo que él se encontraba a unos cinco mil metros, que era también la altitud del valle donde había convivido con aquellos extraños seres.

Delante de ellos apareció un paisaje que a Stanley se le presentó como vagamente familiar. Su compañero, el homínido, le señalaba hacia allí insistentemente, por lo que prestó mayor atención:

—¡Ah! Ya recuerdo, en aquella dirección está el río Gandak, solo hay que seguir bajando para encontrarlo. Bien, te he de dar las gracias.

Se giró para darle muestras de su agradecimiento, pero ya no vio al que había sido su compañero aquellos últimos días, ya se había alejado unos cincuenta metros, andando a grandes pasos y sin mirar atrás en ningún momento.

—¡Adiós, señor Yeti! —le gritó Stanley—. Pensaba regalarte mi na­vaja, aunque quizás este objeto habría ocasionado algún conflicto entre los tuyos... pero veo que no te gustan las despedidas; a mí tampoco. ¡Algúndía volveré, no lo dudes!

Se quedó mirándolo hasta que desapareció definitivamente de su vista, después se giró hacia el valle. Conectó de nuevo con su presen­te, como si lo que había vivido aquellos días fuera un sueño, producto de su imaginación; en verdad, ahora le resultaba difícil creérselo. ¿Qué impresión tendrían sus amigos al verlo? ¿Le creerían? Decidió que solo explicaría lo que creyera conveniente.


© Ferran del Campo i Jordà

(Fragment del llibre El secreto del Dhaulagiri)