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Raimon Casellas
1855-1910

2. Crítica d'art (en castellà)

William Morris, el famoso poeta-artista del prerafaelismo inglés, lo mismo en sus conferencias, que en sus escritos expresa a menudo la creencia de que el mayor ornamento de las sociedades intelectuales y artísticas, con que sueña para los tiempos futuros, consistirá en una gran pintura decorativa que, vistiendo suntuosamente las paredes de los edificios públicos, religiosos o civiles, sirva perennemente de enseñanza y fruición estéticas a los pueblos del porvenir. Aquella pintura —dice— de ornamentalidad y de imaginación, la más propia de una sociedad afinada e intelectiva, vendrá a sustituir a la tablita, al cuadrete, que, con egoísta predominio, han imperado en el arte-juguete de las burguesías advenedizas. Más que al deseo de una escuela especial, sobre todo relevante por sus manifestaciones decorativas, puede decirse que la aspiración del esteta inglés responde a una aspiración común del arte contemporáneo, en gran parte realizada ya en las naciones que constituyen la vanguardia de la cultura moderna.

Las huestes prerafaelistas, formadas por mitades de paisajistas y de pintores místicos, han dotado a Inglaterra de una pintura simbólico-decorativa, que es considerada como un arte nacional. Dante Gabriel Rosetti, Hunt, Millais, Watts, Jones y sus discípulos han extendido las manifestaciones de su escuela espiritualista y ornamental a todas las esferas de la actividad artística, decorando igualmente los templos de Manchester que las salas universitarias de Oxford, los edificios corporativos de Birmingham que los salones londonenses de lores y dignatarios.

La Alemania de nuestros días con orgullo proclama la gloria del venerable Amoldo Boklin, el viejo pintor de los paisajes trágicos y de las escenas de la Pasión divina. Y al mismo tiempo surge toda una escuela de simbolistas jóvenes, en cuyas filas militan Schneider, inspirado poeta plástico de los ideales religiosos y sociales, y Klínger, místico pintor de la historia santa y paisajista de angustiosas visiones, y tantos otros pintores, capitaneados por el cantor de los mares misteriosos y de las apariciones macabras, por este Franz Stuk, representando en la actual Exposición de Bellas Artes por su alucinante Fantasía, esta horrenda visión de una humanidad alocada, corriendo en alas de esqueletos de caballos al negro precipicio de las catástrofes sociales. Intérpretes de la naturaleza exterior y evocadores a! mismo tiempo de los más sitos ensueños del espíritu, todos estos pintores germanos han despertado el arte de su raza del letargo académico en que yacía, para infundirle otra vez aquel simbolismo y aquella ornamentalidad que hicieron la gloria de la pintura alemana en los siglos medios.

Mas donde la gran decoración pictórica está floreciendo, con todo el encanto de lo inspirado y lo inédito, es en la Francia contemporánea, pobremente representada en la actual Exposición por Le Temps passe vite, de Dantan. El genio excelso de Puvis de Chavannes ha resuelto maravillosamente, en el Museo de Lyon, en Santa Genoveva, en la Sorbona y en la casa comunal de París, el problema estético de aliar la composición con el paisaje, la vida de los seres con la vida de las cosas, el mundo del espíritu con la visión exterior. El exquisito paisajista Cazin, legítimo heredero de Corot y de Millet, ha trazado los bíblicos pasajes de Judith en admirable serie de composiciones, donde la acción humana se combina con el espectáculo natural. Alberto Besnard, también paisajista e investigador de sutiles coloraciones y de imprevistos luminismos, ha pintado los símbolos de la Mañana y de la Noche de la Vida junto a un sin fin de decoraciones murales para las mairies y los establecimientos científicos de París. Y lo propio ha hecho Wiliette con sus espirituales plafones de los cenáculos literarios, y Henri Martin con sus dantescas apariciones, y la Anethan con sus grandes pinturas bucólicas, y Fantin Latour con sus radiantes perífrasis de los dramas wagnerianos, y tantos y tantos otros artistas franceses, penetrados todos de la necesidad de fundir, en la composición decorativa, la vida de la humanidad con los esplendores del decorado universal, los ensueños del espíritu con los maravillosos espectáculos de la naturaleza.

A esta síntesis suprema ha llegado el arte de nuestro siglo, cuyas glorias más legítimas serán la de haber descubierto la naturaleza dando vida al paisaje y, como natural consecuencia, la de haber inventado la fórmula definitiva de la gran pintura ornamental.

Apresurémonos a decir que al florecimiento de la moderna decoración pictórica han contribuido poderosamente las instituciones y las clases que rigen los destinos de pueblos tan civilizados como los dichos. Considerándolo justamente como elemento principalísimo de cultura social, gobiernos y corporaciones han impulsado el desarrollo de estas obras que, aunque salidas del esfuerzo individual, nacen ya consagradas al goce estético de la comunidad. En Francia, sobre todo, la protección oficial ha sido tan decidida como eficaz. La Iglesia para sus templos, el Estado para las Universidades, Academias y establecimientos públicos, el Departamento para sus edificios prefecturales, el Municipio para sus alcaldías y escuelas, las corporaciones para sus clubs y domicilios sociales, han promovido concursos, han confiado encargos, deparando de este modo a los artistas de empuje ocasión de realizar la obra de sus ensueños, la obra que no puede salir a la luz sin ayuda de la colectividad.

De ahí que al lado de los Museos de pinturas sueltas y dispares, confuso herbario de la más heterogénea flora artística, veamos, como en otros tiempos pasados, surgir hoy verdaderos museos de pintura mural en templos, palacios y edificios públicos. Por lo que respecta a la capital de Francia, quien quiera formar cabal idea del movimiento pictórico de nuestros días, tanto o más que el Luxembourg ha de visitar atentamente la Sorbona nueva, el Hótel-de Ville y las mairies de París, exornadas por el pincel de Puvis de Chavannes, de Garrière, de Cazin, de Wiliette, de Besnard, de Forain... Y por lo que toca a Inglaterra, acaso los museos más interesantes y significativos de arte contemporáneo sesn las salas de la Union Club de Oxford, decoradas por los discípulos de Dante Rossetti con las leyendas del rey Arthur o las cámaras del palacio del ministro Balfour, que adornó Burne-Jones con los pasajes de Perseo y Andrómeda, o los salones de lord Henderson, donde campean innumerables composiciones sobre los Días de la Creación y el incomparable Briar Rose, asimismo debidas a la soñadora inspiración del maestro prerafaelista.

¿Será ambición desmedida o prematura pedir para este arte nuestro «con vistas a Europa», para este arte nuestro que, en la relatividad de su esfera, se esfuerza en seguir las corrientes del pensamiento universal, será ambición excesiva —decimos— pedir el advenimiento de esta pintura decorativa, mitad naturaleza, mitad evocación, que en los grandes centros de arte moderno tiende a anular lo mismo al cuadrete insignificante que al aparatoso cuadro de historia? Tiempo fuera ya de que esta pregunta, que nosotros formulamos, la dirigieran a nuestros artistas las generosas corporaciones provinciales y municipales, los ilustres prelados de Cataluña, las sociedades de fomento, los círculos mundanos, los centros académicos de Barcelona, cuyo amor al arte han demostrado tantas veces con ofertas de premios para nuestros certámenes. Por ser las más directamente interesadas en el prestigio y en la cultura de nuestra sociedad, todas estas entidades deberían inquirir si los artistas de Cataluña que a la pintura consagran sus talentos, cuentan ya con la preparación necesaria para entrar de lleno en el cultivo de un arte de tanta trascendencia artística como social.

Para llegar cumplidamente a la interpretación de la pintura decorativa, tal como se comprende en nuestros días, es decir mitad espectáculo de la naturaleza, mitad evocación de la vida humana, los pintores catalanes tienen la ventaja de haber recorrido a mitad o casi la mitad del camino. En su mayoría han pasado por todas las fases del paisaje moderno, desde la asolación circunstanciada y directa de la realidad tangible hasta esta impresión luminista y sintética de los fenómenos ambientes, que permite resucitar los escenarios de la naturaleza, no como realidad grosera e inmediata, sino como representación expresiva y espiritualizada, la más hábil para adaptarse a las significancias del asento imaginado. Esta fusión, más o menos íntima, del paisaje con el tema literario, ya hicimos observar cómo aparecía en las dos únicas composiciones de esta índole que figuraron en la última Exposición General: Los Pobres, de Clapés, y el Venite et prandete, de Llimona.

Hoy ha acrecido ei número de representaciones simbólico-decorativas y a la par se ha acentuado la harmonía entre las imágenes y estados del ser humano y los aspectos naturales que los envuelven y magnifican. La dama florentina, de Rusiñol, representando la Poesía, aparece instalada en un jardín florido; y el doncel que, simbolizando la Pintura, fija en el lienzo la visión de un desfile virginal, asoma por entre los tallos de un campo sembrado de blancas azucenas. La Música de Gual, vaga ondulante por una llanura verdeciente. La mujer con que Tamborini personifica las Harmonías del bosque, surge de enmedio de una alameda, inculta y enmarañada. Brull hace acampar a las doncellas de su Primavera, en un peñasco que lame el mar. La Calipso, del propio autor, se sienta al dintel de la mitológica gruta, tapizada de lujuriosa vegetación. La Muerte, de Triadó, avanza por un páramo escabroso, cubierto de beleños y zarzales.

Pero importa observar además que no se limitan los indicados pintores a instalar sus simbólicas figuras en un escenario pertinente, sinó que procuran dotarlo, al propio tiempo, de una entonación general que, por lo significativo del color, sea la que más convenga a la idea y al sentimiento que debe producir la representación. Así vemos cómo, para acentuar la serenidad gloriosa de las Artes, las tres composiciones que las alegorizan: la Poesía y la Pintura de Rusiñol, y la Música de Gual, ofrecen una tonalidad clara, apacible, luminosa, con algo de apoteosis celestial. Lo contrario acontece con las restantes representaciones. Debiendo éstas provocar una impresión (Melancólica ó patética, aparecen apagadas de color, penumbrosas o siniestras, según los casos. A los soñolientos rumores que exhala el misterio de las selvas corresponde el decorado crepuscular que les presta Tamburini. El dolor de Calipso abandonada requiere un escenario macilento, luctuoso, como el que ha imaginado Brull para su inconsolable ninfa del mar jónico. Triadó apela a los tonos violáceos (excesivamente monótonos y vinosos en verdad) para dar un aire tétrico, fúnebre, al espectáculo de la Muerte.

Ello es que, con éxito más o menos lisonjero, todos los pintores de representaciones simbólico-decorativas hánse esforzado en acordar la modalidad de paisaje y la tónica de color con el sentimiento y la significación del tema desarrollado. De ahí, una unidad de expresión y un principio de harmonía, que son esenciales elementos de toda obra ornamental.

[...]

(Fragment de "Tercera Exposición General de Bellas Artes. Las pinturas simbólico-decorativas", La Vanguardia, 12 de maig de 1986, p. 4)