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Carles Casajuana

Artículos de prensa en castellano


Inercias y reformas largamente aplazadas

¿Había alguna persona medianamente informada en España, hace diez años, que no supiera que la educación en nuestro país era deficiente, que la lentitud y la politización de la justicia eran un escándalo, que los partidos políticos gastaban más de lo que ingresaban legalmente, que muchos ayuntamientos se estaban endeudando hasta las cejas para financiar proyectos faraónicos a costa de las generaciones futuras y que la gentileza de los notarios al señalar a los compradores de viviendas la cantidad que debía figurar en la escritura y la que se podía pagar aparte, en efectivo, era poco acorde con nuestra aspiración a ser considerados un país europeo serio?

En su Weekend de verano en Nueva York en 1954, ese Josep Pla que se calza una boina para hacerse el inocente y sorprendernos con su socarronería contempla el soberbio skyline de Manhattan con las luces de los rascacielos encendidas y se pregunta: "Y todo esto, ¿quién lo paga?" La pregunta nos hace sonreír pero a la vez nos mete de lleno en el meollo de la cuestión. Aquí debimos hacernos la misma pregunta. Esos aeropuertos, esas autopistas, esas campañas electorales, ¿quién los pagaba?

De repente, con la crisis económica mutando en crisis política, parece como si nos cayéramos del guindo y las implicaciones políticas y económicas de tanto derroche y de tantas ineficiencias y corruptelas fueran nuevas. Pero ahí estaban los informes Pisa, señalando tozudamente un año tras otro las carencias de nuestro sistema educativo. No era difícil sacar conclusiones sobre nuestro futuro. Ahí estaban esas antipáticas listas de las cien mejores universidades del mundo en las que –¿cómo era posible?, qué desvergüenza, tenían que estar amañadas a la fuerza– no aparecía nunca ninguna española.

Muchas recalificaciones de terrenos olían mal. Todos lo sabíamos. Saltaba a la vista que los partidos políticos gastaban mucho dinero, igual que tantos ayuntamientos y gobiernos autonómicos. Pero todos gastábamos más de lo que teníamos, de modo que no les íbamos a reprochar que hicieran lo mismo. Nos asombraba leer que los jueces dictaban sentencias sobre asuntos acaecidos diez o doce años antes. Nos preguntábamos por qué en los países de nuestro entorno un político corrupto o un estafador de altos vuelos podía ser enviado a la cárcel con una sentencia firme en cuestión de meses y aquí los procesos se eternizaban. Pero nos decíamos que lo mejor que se podía hacer con nuestra justicia era evitarla y no pensábamos más en ello.

Éramos conscientes de que un mercado laboral dual con contratos fijos sobreprotegidos y contratos basura sin protección de ningún tipo era, además de injusto, muy ineficiente. Sabíamos que un tsunami demográfico amenazaba nuestro sistema de pensiones. Había que tener los ojos cerrados para no ver como la administración creaba organismos, agencias, fundaciones y todo tipo de entes con el objeto de desarrollar actividades de naturaleza pública en régimen de derecho privado, para zafarse de las rigideces propias del derecho administrativo y para poder contratar a personas afines sin obstáculos legales. Sabíamos que el omnipresente ¿con IVA o sin IVA? era un cachondeo.

Pero un curioso velo nos impedía sacar las conclusiones lógicas de todo ello. Bastaba con hojear algún periódico con regularidad para comprender que la suma de todos estos factores hacía nuestra prosperidad insostenible. Ahora, cuando leemos Todo lo que era sólido, el esclarecedor ensayo de Muñoz Molina, o Qué hacer con España, con el agudo diagnóstico y las atrevidas propuestas de César Molinas, o releemos los artículos de Javier Marías, que también nos lo advirtió, nos llevamos las manos a la cabeza. Pero en realidad, si lo pensamos bien, todos sabíamos lo que estaba ocurriendo.

Y, sin embargo, por una extraña razón –probablemente la misma que entonces nos impidió calibrar el alcance de lo que veíamos–, todavía nos resistimos a admitir que la mayoría de estas ineficiencias persisten y que, a menos que concentremos todas nuestras energías en corregirlas, nuestro futuro se presenta muy problemático. Parece como si todos estos cheques que nos presentan al cobro a la vez los hubiera firmado otro. Seguimos pensando que tiene que haber un error.

No queremos ver que no es únicamente un problema de deuda, de falta de crédito, de una errada política europea de austeridad, y que es mucho lo que podemos hacer si no queremos estar a merced de los vaivenes de la economía mundial. Que no es una cuestión de cifras y de recortes, sino de reformas largamente aplazadas. Que sin un esfuerzo masivo para mejorar nuestro capital humano mediante un sistema educativo que favorezca la innovación y sin un fomento decidido de la investigación, nos será muy difícil competir en el actual mercado globalizado. Que la exasperante lentitud de nuestra justicia es un pesado lastre, además de una lacra decimonónica. Que las disfuncionalidades del mercado de trabajo son poco compatibles con una economía próspera y competitiva. Que, a menos que reformemos muy en serio nuestras administraciones –la central, las autonómicas y las locales–, no le faltará una parte de razón al gracioso que decía que la única diferencia entre los funcionarios y los que no lo son es que los que no lo son trabajan para la administración sin pasar examen de ingreso. Que la grave crisis de confianza en la clase política exige medidas para incrementar la democracia y la transparencia de nuestros partidos políticos –como están reclamando varios movimientos de la sociedad civil– y, en definitiva, que sin una mejora del funcionamiento de nuestras instituciones va a ser muy difícil que regresemos a la senda del crecimiento y de la prosperidad.

Soy de los que creen que tenemos reservas para hacer frente al descubierto, que nuestro activo en términos de creatividad, de dinamismo y de capacidad de superación compensa con creces el pesado lastre de este pasivo. Se trata de no dejarnos vencer por el fatalismo, de no resignarnos a la idea de que, en realidad, siempre fuimos un país cutre –ese viejo país ineficiente del conocido poema de Jaime Gil de Biedma– y que el esplendor del largo período expansivo anterior a la crisis fue un espejismo. Si hoy es posible obtener un pasaporte en media hora, ¿por qué no ha de ser posible crear una empresa y comenzar a contratar gente en menos de una semana? Si tenemos algunas de las mejores escuelas privadas de negocios, del mundo, ¿por qué no podemos tener una universidad pública del mismo nivel?

Es cierto: la suma de estas inercias supone una carga muy onerosa y su superación no es fácil. Hay que enfrentarse a poderosos intereses creados, vencer resistencias muy tenaces. Las reformas necesarias son complejas y los resultados pueden tardar años. Pero cuanto antes nos pongamos, sin engañarnos ni hacernos trampas en el solitario, más fácil será salir a flote. Todas las crisis pasan. Esta también pasará. Sería bueno que saliéramos de ella un poco mejor que como entramos.

("Inercias y reformas largamente aplazadas", El País, 14 de junio de 2013)

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El adiós de Philip Roth

Hace más de treinta años, cuando llegué a Manila destinado como secretario de embajada, cayó en mis manos un periódico –creo que era el Herald Tribune– en el que había uno de los clásicos artículos sobre las cien mejores novelas americanas del siglo XX. En la lista, tan arbitraria como cualquier lista de este tipo, figuraban algunas novelas muy conocidas, como El sonido y la furia y Palmeras salvajes, de William Faulkner, El gran Gatsby, de Scott Fitgerald, o A sangre fría, de Truman Capote, junto a muchas otras de las que no había oído hablar nunca. Recorté el artículo y, durante los meses siguientes, fui comprando las que vi en las pocas librerías bien surtidas de la ciudad. Gracias a ese artículo, descubrí autores que me han acompañado desde entonces, como Saul Bellow, John Updike, Bernard Malamud y Philip Roth.

De Philip Roth se mencionaba una novela que leí inmediatamente y que aún hoy me hace reír cuando pienso en ella: El mal de Portnoy, una novela que transcurre en la consulta de un psiquiatra y narra los problemas familiares y las frustraciones y complejos de Alexander Portnoy, un joven judío de New Jersey con una hilarante vida sexual. Mal podía saber el autor del artículo las horas de felicidad que aquella lista me llegó a proporcionar. Sin él, quizás no hubiera leído nunca El legado de Humboldt, de Bellow, Corre, Conejo de Updike o Los inquilinos, de Bernard Malamud. Pero, sobre todo, no habría ido leyendo puntualmente casi todos los libros que Roth publicó desde entonces.

Los protagonistas masculinos de las novelas de Roth deben de ser los que más piensan en el sexo de toda la historia de la literatura. Entre ellos, el adolescente Alexander Portnoy, que nos cuenta el uso recreativo que se puede dar a un pedazo de carne de hígado, se lleva sin duda la matrícula de honor. Pero el tema de verdad de Roth no es éste. El tema de sus libros, el que los recorre como un hilo único desde los cuentos de Goodbye, Columbus (que apareció en 1959) hasta Nemesis (2010) pasando por el libro de recuerdos centrado en su padre, Patrimonio (1991) es el largo proceso de integración de los judíos en la cultura americana. Los padres de Roth, que nació en Nueva Jersey en 1933, eran tan americanos como el que más, pero conservaban plenamente la identidad judía de los antepasados de la Galitzia polaca y educaron a Philip Roth y su hermano Sandy como judíos practicantes. En aquella época los judíos americanos eran todavía unos outsiders y los primeros libros de Roth reflejan muy bien la dificultad de adaptación, los problemas de identidad de unos inmigrantes que luchaban por reconciliar la cultura heredada con la manera de vivir en un país occidental moderno. Es un tema que ya no le abandona nunca. Sin duda, este es el gran Roth.

Cuando se jubiló como profesor, Roth vivió una década prodigiosa como autor. Es la década que va de El teatro de Sabbath a La conjura contra América, pasando por las mundialmente celebradas Pastoral Americana y La mancha humana y la deliciosa Me casé con un comunista. No sé si es la mejor, pero de todas estas novelas la que más me impactó fue El teatro de Sabbath, una novela muy dura en la que se vislumbra el infierno por el que pasó después de la ruptura con su segunda mujer, la actriz británica Claire Bloom, y los problemas psiquiátricos causados por un sedante a base de benzodiacepina, Halcion, que tomaba por prescripción médica. Es una opinión que compartimos muchos lectores de Roth. Una vez hablamos de ello con el escritor inglés Sebastian Faulks –un escritor que merecería más atención aquí, por cierto– y lo expresó con una frase contundente: "Pastoral americana y La mancha humana le gustan a todo el mundo. A los devotos de Roth la que nos gusta de verdad es El teatro de Sabbath".

Recordé aquella lista el miércoles pasado al leer el artículo de Marius Carol, director de este diario, comentando el anuncio hecho por Philip Roth de que no escribirá más novelas. Es algo que todos veníamos intuyendo con pesar desde que publicó El espectro se va (cuyo título era ya un juego de palabras sobre su salida de escena). Lo dejó entrever hace un año en una entrevista con la revista francesa Les Inrockuptibles y ahora lo ha confirmado ante las cámaras de la BBC, añadiendo de paso que no le volveremos a ver en ninguna aparición pública. A Philip Roth no le han dado aún el premio Nobel y no sé si se lo darán, pero de momento hay un título que no le pueden quitar: el de ser uno de los más grandes escritores vivos que no lo ha recibido. Tolstoi, Proust, Joyce y Borges tuvieron este honor antes que él. No es mala compañía.

("El adiós de Philip Roth", La Vanguardia, 24 de mayo de 2014)

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Releyendo a Montaigne

De vez en cuando, cuando la cabeza me lo pide, como quien se retira a un lugar apartado para descansar y desintoxicarse, dedico unos días a releer los Ensayos de Montaigne. Es una especie de festival privado, que comienza y termina cuando a mí me apetece, sin duración fija ni periodicidad regular. Sigo así el consejo de Jules Renard, otro francés que también es bueno tener a mano: "Escoge a tu hombre. Relee, reléelo para hacerlo tuyo, para digerirlo. Comprender es igualar". Aspiro a entender a Montaigne cada vez mejor y a hacerlo cada vez más mío, pero no a igualarlo, claro. Mi ambición no llega tan lejos. ¡Quién pudiera igualar a Montaigne!

Los Ensayos son mi manual de autoayuda preferido. Hojearlos, entretenerme con los párrafos que he marcado y las frases que he subrayado en lecturas anteriores, releer unas páginas aquí y otras allá, es una manera de recordarme a mí mismo cuatro cosas básicas que me gustaría tener siempre presentes. Es un libro que se puede abrir por cualquier lugar con la seguridad de que no perderemos el tiempo. Montaigne siempre tiene algo que decirnos. Me gustan las contradicciones en las que cae, sus dudas, su manera de decir una cosa y la contraria. Me distraen las anécdotas que cuenta, los ejemplos que pone, el lenguaje que utiliza, directo, hablando al papel como habla al primero que se encuentra.

Abandonado a sus divagaciones, al arte sublime de "rester soi même", de ser plenamente él mismo, en diálogo permanente con los clásicos latinos, Montaigne es siempre igual y siempre nuevo. En las páginas de los Ensayos reencuentro a Josep Pla, que no se cansaba de leerlos, y a Friedrich Nietzsche, que también les sacó todo el jugo que pudo. Pero, sobre todo, me reencuentro a mí mismo en frases y páginas que me dicen más cada vez que las releo, como esos platos que solo desvelan todos sus secretos a los que los han saboreado muchas veces.

Cada adicto tiene su Montaigne. El mío es el que dice que el azar tiene un papel siempre mayor de lo que creemos en los hechos humanos y que los males son siempre peores imaginados, cuando los tememos, que en la realidad si nos ocurren. El que nos recuerda que el placer consiste en buscar, no en encontrar. El que prefiere ser viejo menos tiempo que serlo antes de tiempo y nos aconseja retener con los dientes si es necesario la costumbre de los placeres de la vida, sin dejar que los años nos los vayan arrebatando uno tras otro. El que dice que los libros son la mejor provisión para el viaje de la vida y nos describe su estudio, con una galería de cien pasos de largo para poder caminar, porque la cabeza no le funciona si los pies no le dan cuerda. El que considera un infeliz a quien, en su casa, no tiene un lugar para estar solo, para rendirse pleitesía, para esconderse. El que se ríe de los políticos y de los poderosos diciendo que son como monos que trepan a un árbol, de rama en rama, y no paran de subir hasta que llegan a la rama más alta y, cuando llegan, enseñan el culo. El que asegura que no conoce mejor escuela vital que exponerse a otras maneras de vivir y probar la infinita variedad de la naturaleza humana. El que piensa que la clave de un buen matrimonio reside más en la amistad que en el amor. El que observa que cada uno considera barbarie lo que no es hábito suyo e insiste en que el mundo es un vaivén perpetuo en el que todo se mueve sin descanso. El que cree que la maldad chupa la mayor parte de su propia ponzoña y se envenena con ella.

Estos días, releyéndolo, no he podido evitar preguntarme qué habría pensado Montaigne de nuestros quebraderos de cabeza actuales. ¿Hubiera sido independentista? ¿O habría sido partidario de dejar las cosas como están? Montaigne vivió tiempos turbulentos, con una Francia dividida por las guerras de religión, y era católico pero no se adhirió nunca a ningún grupo ni a ningún partido. Siempre se mantuvo independiente. No escogía a sus amigos en función de su religión o de su forma de pensar sino de sus méritos. En su biblioteca, tenía pintada una frase de Plinio: "No hay ninguna razón que no tenga una contraria".

No seré yo, pues, quien aventure cuál habría sido su posición. Pero me parece que, fuera la que fuera, no la habría abrazado de una forma extrema, ni sin ver las razones de las demás."Más de una vez –escribe–, me he dedicado con mucho gusto, como ejercicio y distracción, a defender una opinión contraria a la mía, y la inteligencia, aplicándose a ella y volviéndose hacia esa parte, se me adhiere hasta tal punto que dejo de ver la razón de mi opinión anterior y me aparto de ella". Quizá nos convendría a todos seguir su ejemplo de vez en cuando. Aunque sólo sea para comprender mejor las razones de los que no piensan como nosotros, que también las tienen.

("Releyendo a Montaigne", La Vanguardia, 11 de octubre de 2014)