Autors i Autores

Carles Batlle

Carles Batlle.

Alba Tor entrevista Carles Batlle a Quimera, 2018

Tor, Alba. "Entrevista a Carles Batlle", Quimera, núm. 411, 2018, p.46-50.

¿Qué es para ti el teatro?
Para mí el teatro es una experiencia en vivo. Las artes escénicas tienen la gracia de que los intérpretes están allí en vivo. Esta experiencia directa, hoy en día que vivimos en un mundo de pantallas y simulacros, es muy potente y gratificante.

¿Cómo empezaste a vincularte con las artes escénicas?
Empecé a través de la literatura. La antigua idea que vinculaba el teatro con la literatura dramática ya no tiene demasiado sentido, pero yo entré por ahí. Es decir, yo me doctoré en Filología y me especialicé en literatura, concretamente en literatura catalana. Empecé a impartir clases de literatura dramática, después me atreví a adaptar, a hacer dramaturgias, y, finalmente, a escribir textos. De repente, era autor dramático... He ido compatibilizando, soy autor, pero también he seguido investigando, ya no tanto sobre los temas con los que me doctoré (Adrià Gual, el Modernismo, historia de la literatura...), sino sobre la dramaturgia, la teoría de la dramaturgia, la escritura dramática, la pedagogía de la escritura y, sobre todo, estoy trabajando mucho sobre el pensamiento en el drama contemporáneo.

En tus artículos destacas el drama relativo y en muchas de tus obras se diría que lo aplicas.
Definí el concepto de drama relativo a finales de los años noventa, un momento de escritura formalista y esencializada, muy postmoderna, también era una época de un cierto bienestar económico. Habíamos dejado atrás momentos de lucha política en el teatro, se producía un intento de apertura al extranjero, de forjar un teatro que hablara más del ser, de la dificultad de la comunicación, de las inquietudes existenciales, del amor o de temas más personales. [...] Esto promovió una escritura muy minimalista, muy formal y muy sustractiva. Cosa que definía muy bien José Sanchis Sinisterra en un artículo sobre Lluïsa Cunillé: la «poética de la sustracción». Teorizando un poco sobre lo mismo, yo hablé del drama relativo, de un teatro que no afirma, que oculta, que hace del enigma una categoría importante. En el fondo se trataba de permitir que el receptor se hiciera corresponsable o copartícipe de la construcción del sentido y de la definición de la historia. El drama relativo era una escritura con muchos agujeros, que dirían los de la estética de la recepción: no sabías de qué hablaban las figuras, quiénes eran los personajes, cuál era el problema, las obras se acababan inesperadamente y, cuando terminaban, no tenías respuestas para todas las preguntas. Esto con el tiempo ha evolucionado hacia formas más rapsódicas y más libres. Tal vez hoy la etiqueta de drama relativo ya no funcione tan bien. Ahora estoy escribiendo un ensayo3 sobre el drama contemporáneo de estos últimos veinte años y me estoy planteando resituar el sentido originario de la expresión drama relativo. En cualquier caso, creo que es una etiqueta que puede servir, pero ya no desde su sentido originario.

¿Qué diferencia existe entonces entre el drama relativo y el drama contemporáneo de hoy?
Han pasado muchas cosas, en 2001 la caída de las torres gemelas, por ejemplo. Yo no sé qué fecha se podría establecer para definir el fallecimiento del posmodernismo. Podría ser esta. Hubo un cambio importante, de repente ante tanta relatividad, incerteza y simulacro, empezaron a surgir propuestas artísticas y dramatúrgicas que ropugnaban un acercamiento a lo real. Es decir, se empezó a poner gente de carne y hueso en los escenarios, a hacer un teatro de la memoria, del testimonio, del documento; todo ello generó nuevas formas teatrales muy diferentes de las de los noventa. Se mantenían aspectos de configuración formal —es decir, continuaban siendo fragmentadas, discontinuas, se mezclaban materiales heterodoxos, había una mezcla de lo narrativo, lo lírico y lo épico—, pero con necesidades e impulsos diferentes. Hoy el teatro de lo real se está superando lentamente y se está reivindicando de nuevo la ficción, siempre desde el compromiso. El teatro de los noventa era ficcional pero ponía en cuestión la ficción histórica, los primeros dos mil han apostado por un teatro de lo real... Actualmente, la reivindicación de la ficción se aleja del minimalismo de los noventa. Todas estas tendencias podrían agruparse dentro de un nuevo concepto de drama intempestivo, porque en el fondo, si hay algo que pone de acuerdo a todas las tendencias de los últimos veinte años es el alejarse de las consignas, de lo los mensajes adquiridos, de considerar al dramaturgo como una especie de ser mesiánico que puede redimir a la sociedad con su arte.

Respecto a tu trayectoria, también has escrito novelas. Kàrvadan, por ejemplo.
Sí, durante estos años de crisis económica —¡que afectó tanto al teatro!—, hice un paréntesis. Estuve escribiendo durante cinco años tres enormes novelas (que de hecho son una sola), una especie de saga épica, ya publicada. Ahora estoy poco a poco retomando el teatro. En este primer periodo, tengo tres obras, una ya tiene proyecto de estreno (si todo va bien) para la próxima temporada en un teatro importante.

¿Te has planteado dirigir?
Cuando escribo una obra, en mi cabeza yo ya la he montado; aunque no la acote en exceso, yo siempre actúo como director virtual. Lo que verdaderamente me atrae es descubrir cómo mi propio texto tiene otras materializaciones y lecturas en la mirada de otros, me enriquece muchísimo.

¿Es posible ser dramaturgo, actor o director sin haber pasado por el Institut del Teatre?
Sí. Tú puedes ser fotógrafo o pintor sin haber estudiado. En el terreno de las artes y en otros, uno puede empezar de manera autodidacta. Pero la verdad es que los estudios te facilitan mucho el camino. Actualmente, de todos los autores que están estrenando y son conocidos, el noventa por ciento han pasado por el Institut del Teatre o por el Obrador de la Sala Beckett, o por ambos. Porque en estos espacios te dan herramientas, compartes contextos de aprendizaje en los que ves la experiencia de otra gente y la contrastas. Es una vía ideal. Hagamos una lista (¡provisonal!): Josep Maria Miró, Cristina Clemente, Pau Miró, Jordi Casanovas, Carles Mallol, Jordi Oriol, Helena Tornero, Marta Buchaca, Esteve Soler, Pere Riera, Joan Yago, Laia Alsina, Llàtzer Garcia, David Plana, Victoria Szpunberg... La mayoría, si no todos, han pasado por estos talleres, incluso los mayores, Mercè Sarrias, Josep-Pere Peyró, Sergi Belbel, Manuel Dueso, Lluïsa Cunillé o Enric Nolla pasaron por los talleres de Sanchis Sinisterra.

Tengo entendido que creaste el Obrador de la Sala Beckett.
No exactamente. La Sala Beckett ya contaba con unos cursos de escritura que estaban mínimamente reglados con una línea de aprendizaje. En aquel entonces impartíamos clases (que yo recuerde, porque a veces mezclo) José Sanchis, Sergi Belbel, creo que Pere Peyró, no sé si David Plana y Sergi Pompermayer, y yo. Cuando Sanchis ya no estaba en la Beckett y con la nueva dirección de Toni Casares, se decidió agrupar todos estos cursos bajo un paraguas, y finalmente le pusimos el nombre de Obrador. A partir de entonces, yo me encargué de montarlo, y luego lo terminé orientando hacia intercambios internacionales, cursos diversificados, lecturas... Estuve al frente desde el 2003-2004 hasta el 2009.

También dirigiste la revista (Pausa.) en la misma Sala Beckett.
Al comenzar la sala fundamos la revista, yo me vinculé a ella desde el principio; esta etapa duró siete u ocho años, Sanchis todavía era director de la Sala Beckett. Luego, dificultades económicas comportaron un cierre provisional. Al montar el Obrador, una de las cosas que hice fue volver a abrir (Pausa.), y durante estos años la he dirigido, hasta este año pasado. Al asumir en el Institut del Teatre una mayor responsabilidad, decidí dejar la revista. Ahora (Pausa.) sigue siendo la revista de la Sala Beckett pero también se coedita con el Institut del Teatre.

En todos estos años ha cambiado todo vertiginosamente. ¿Dirías que hace veinte años el teatro era más combativo?
Hace veinte años el teatro era muy combativo en el ámbito experimental. Era un teatro que quería proponer un nuevo lenguaje, buscar nuevas formas, nuevos referentes. A partir del llamado retorno del texto, a finales de los ochenta, hubo un espectacular boom de la dramaturgia contemporánea textual. Esa dramaturgia era muy combativa con las convenciones vigentes en cuanto a la escritura. Ahora la lucha sigue siendo también por el lenguaje, pero se ha recuperado combatividad en los contenidos. Por ejemplo, los temas de actualidad vuelven a ser urgentes. Si hace veinte años nadie se planteaba situar a los personajes en contextos y conflictos demasiado concretos, ahora nos encontramos con gente que pierde su trabajo, con desahucios, con memoria histórica... Hoy en día el teatro es un espejo de las preocupaciones de nuestra sociedad.

La ambivalencia entre el enraizamiento y la pérdida de identidad, o la memoria colectiva, está en casi todas tus obras.
Es una temática que trataba mucho en algunas obras de los primeros dos mil. En Temptació, por ejemplo, trataba la oposición entre la seducción por la diferencia, por lo que es nuevo, por la contaminación (en un sentido positivo de la palabra), y el vínculo a la tradición, a la tierra, a la herencia... Ver o no esta contaminación como una traición a las raíces es un conflicto muy universal, un tema que se mantiene en muchas de mis obras. Pero así como en Temptació es la temática central, en otros textos quizás aparece de una forma más lateral.

Precisamente, en Oblidar Barcelona, apuestas por «dejarte contaminar».
Sí, como aquella canción de Pedro Guerra «Contamíname» —canta—, bueno, no recuerdo muy bien la letra. En este sentido positivo del término, para seguir siendo no puedo encerrarme en una burbuja y preservarme, la única manera de continuar siendo es dejándome modificar. Todas las culturas han surgido a partir de influencias. A partir de finales de los dos mil, hay un momento en que la gente piensa: está muy bien toda esa vieja idea sesentayochista de hacer rizoma, de luchar contra todo lo que te enraíza y te hace crecer como si fueras un árbol; hay que crecer como la hierba, con infinitas conexiones; hay que dejar de ser para convertirte... Todo eso está muy bien, pero claro, cuando empezamos a hablar de globalización, tenemos un problema. Si todos somos múltiples, poliédricos y rizomáticos, en el fondo todos acabamos uniformes, homogéneos. Si todos renunciamos a nuestros sentimientos de pertenencia, de identidad, cuando nos contaminemos los unos con los otros solo encontraremos algo parecido a lo nuestro. Ya no habrá una auténtica simbiosis. Por lo tanto, para poder contaminar productivamente a alguien, tengo que tener elementos singulares que me identifiquen. De la misma manera que hay una reivindicación sobre lo real en oposición al simulacro, también se produce una reivindicación identitaria, debemos ser abiertos pero manteniendo esos sentimientos de pertenencia para poder aportar al otro algo distinto. El problema es cuando el sentimiento de pertenencia te reduce a una etiqueta que te define como una identidad cerrada que se quiere preservar a toda costa.

En muchas de tus obras los personajes son de diferentes procedencias, viven en diferentes épocas...
En Nómadas, uno de mis últimos textos, hay tiempos paralelos, unos personajes durante la guerra civil española, otros personajes son de fantasía, y también hay otros que viven en el tiempo actual. Al final se encuentran y entran en un espacio mágico, se funden en un espacio imaginario.

¿Cómo se puede reivindicar la ficción si en el momento en que escribimos, lo quieras o no, estamos ficcionando, aunque partamos de una verdad?
Sí. Este es uno de los grandes debates de hoy: se habla de teatro postespectacular, de teatro imposible, de nuevo realismo... Hay muchas etiquetas y todas tienen en común el cuestionamiento de lo que fue el posdramatismo —que comportaba la inmediatez de lo presente, de lo real también—, que se convirtió con el tiempo en otro simulacro (perdida su capacidad de provocar) al servicio del sistema. La verdad, no obstante, es que todavía gran parte del mercado está saturado por el teatro de lo real...

Y ahora más que nunca la realidad supera la ficción, ¿no?
Sí.

Una de tus obras se llama Zoom y además hablas mucho de la técnica del zoom, partiendo del lenguaje del cómic. ¿Es el cómic una dramaturgia?
Sí. El cine, la radio, el teatro y el cómic son dramaturgia, hablan con imágenes, cuentan historias que se encarnan. En el cómic he encontrado recursos muy interesantes perfectamente transvasables al teatro. Concretamente, la técnica del zoom sirve para trabajar la perspectiva. La perspectiva es una preocupación muy contemporánea (arranca del relativismo posmoderno): se quiere enseñar diferentes puntos de vista sobre una realidad que no es, sino que se construye. La técnica del zoom es una técnica de apertura de gran angular, ves algo y le adjudicas un valor, y entonces en la siguiente escena se abre el campo, por ejemplo añades unas réplicas por delante y unas por detrás, lo puedes hacer hacia dentro o hacia fuera, y esto te permite entender que las cosas nunca son lo que parecen. Tradicionalmente, en el drama no se podía utilizar la perspectiva porque no había la posibilidad de focalizar a través de un mediador (una voz). El drama contemporáneo nos ayuda a poner en evidencia que todo es un punto de vista. Por supuesto, hay muchas más técnicas para trabajar la perspectiva.

Hablas de la fragmentación de la rapsodia contemporánea. Explícanos más a fondo este concepto.
La rapsodia es un concepto definido por Jean-Pierre Sarrazac. Nos ayuda a entender la configuración de un teatro que ya no es pura representación. La rapsodia nos coloca en la situación del cuentacuentos, nuestro objetivo es contar una historia, no representarla. Utilizamos el escenario para contar la historia, con los elementos que tengamos a mano, sean dramáticos, líricos o narrativos, da igual; a partir del lenguaje que sea...

En uno de tus artículos hablas de cuando el comunismo cayó en 1989 y se dijo que habíamos llegado al fin de la historia. ¿Dónde estamos ahora?
No lo sé. Ahora hay un aura apocalíptica. Parecía que con la caída de la Unión Soviética y el final de algunas dictaduras y con la instauración del capitalismo liberal habíamos llegado al mejor de los mundos posibles. El fin, pues, de la historia en ese sentido evolutivo hegeliano. ¿Qué pasó después? Por un lado la posmodernidad habló de la idea de progreso como ilusión, «todo esto es ruido y furia que no tiene ningún sentido», decía Macbeth... La civilización occidental está en plena crisis... Y pese a ello, creo que la humanidad intenta construir un relato que le dé sentido. Hoy en día quizás no es tan importante saber si hay una historia o no, sino que nos empeñemos en que la haya, en ordenar y reconfigurar el relato de las cosas como una historia que tenga sentido... Pero no nos ayuda la aceleración y la saturación del mundo contemporáneo, nos cuesta coger distancia y perspectiva para construir este relato. Así pues, estamos en el punto de intentar construir infructuosamente un relato de nuestra historia y, al mismo tiempo, como diría Marina Garcés, tenemos esta conciencia apocalíptica —póstuma— de que no hay solución ni remedio. Todo esto nos coloca en una situación de compromiso y pesimismo a la vez.

¿Hay espectacularización en el terreno político?
Sí, la famosa posverdad. Los diarios mienten y quedan impunes. Y quien dice un periódico, dice el presidente de los EE. UU. o de España. Hay como una impunidad, la gente miente y no pasa nada.

En uno de tus artículos dices lo siguiente: «La sociedad se organiza condicionada por el miedo, la inseguridad, la competitividad, la insolidaridad y la violencia. La realidad no es hasta que no la miramos pero no tenemos ningún punto de vista nítido ni fiable desde donde enfocarla». Mi pregunta es: ¿consideras que el teatro, la escritura, el arte, pueden combatir la competitividad, la desigualdad y la insolidaridad?
Sí. Pero hay que sacarse de la cabeza la idea de que el autor es más listo que el resto de los mortales. Yo siempre digo que tenemos que convertir la dramaturgia en un procedimiento de investigación, porque hay cosas que nos intranquilizan, inquietan, y el teatro es una herramienta para analizarlas, y para construir historias que planteen preguntas sin tener que dar respuestas. Aunque tu obra solo lo vea una persona, ya estás cambiando el mundo.

Para finalizar, me ha llamado la atención que en muchas de tus obras, tales como Olvidar Barcelona o Combate, los personajes cuentan historias dentro de la historia.
Sí. Hay una literaturización de la experiencia que tiene que ver con la necesidad de explicarse o construirse un relato. A veces, a través de la fábula llegamos a un nivel de sutileza que no se puede conseguir directamente (preguntas, intuiciones, sensaciones, desmontar determinadas certezas) a través de un enunciado explícito. Además, esta idea de la transmisión oral te vincula con la tradición y al mismo tiempo con lo exótico.